martes, 13 de enero de 2015

Martes (día) 13

Un anciano se desploma delante de mí en la puerta de la biblioteca.
Su mujer, una vetusta estatua nacarada, permanece impasible a su lado, sin mover un solo músculo. Ni se alarma, ni emprende ninguna acción. Yo suelto todo y corro a auxiliar al señor. Mientras le pregunto cómo se encuentra, si puede levantarse o prefiere quedarse ahí un rato (tumbado boca abajo en mitad de la calle...), por una fracción de segundo miro mis pertenencias abandonadas: la bici apoyada contra la pared, la mochila tirada en el suelo, llena de libros recién tomados en préstamo, el perro ladrando histérico a nuestro alrededor.
Y por un instante, mi mente enferma imagina que un chico muy delgado con la cabeza rapada aprovecha la situación, agarra la bici y la mochila y abandona discretamente la escena. Mi perro como guardián no vale una mierda: sigue ladrando al abuelo tirado en el suelo. Lo giro con cuidado y, zas, veo el primer cadáver de mi vida.
La mujer me dice: Venimos del médico, acaban de quitarle una escayola.
No, el señor no está muerto y me hace señas para que lo levante.
Una escayola, ¿de la pierna?, pregunto. No, de ese brazo. Justo el que tengo agarrado con todas mis fuerzas para ayudar al hombre a que se incorpore. Su puta madre, señora. Podía intentar ser un poco más útil. Pobre anciana desorientada.
Cuando aparto la mirada del viejito azulado por el esfuerzo y me aseguro de que puede caminar sin ayuda, descubro que estamos rodeados por un grupo de unas diez personas. Ni me había dado cuenta de que estaban ahí (¿por qué he tenido que levantar yo sola a este abuelo, que no está precisamente flaco?)
Acompaño a la pareja hasta la puerta de un taxi, respiro aliviada.
Y entonces sí: miro a mi alrededor y compruebo que, efectivamente, mi bici y mi mochila han desaparecido.
Al volver, ¡caminando!, a casa, el perro sale corriendo detrás de un gato. Negro.

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